Intentaré realizar la pirueta con la mayor elegancia
posible. Haré un salto mortal con triple vuelta, de espaldas a la tristeza, no sé si me entendéis.
Podría empezar
resaltando cada uno de esos diminutos detalles. Describir, por ejemplo, los
dibujos que se reflejan junto a su boca cuando sonríe, el número de giros que
debes realizar si paseas por su pelo, el volumen de lágrimas que retiene en un
llanto o el gesto que pone frente a un espejo justo antes de dar un portazo y salir
a devorar el mundo.
Quizá, en un arrebato de soledad, os contaría la historia del
paisaje que existe entre sus hombros, la altura de las colinas de su pecho, o el diámetro de cintura que envuelve sus
cuarenta y pocos kilos. No sabría explicaros la desembocadura de su ombligo en
el triángulo de las bermudas de su cuerpo y de cómo le quedan esos pantalones vaqueros.
Si llegamos a éste punto, descenderíamos por el trampolín que
se enreda como una telaraña hacia el reino del hielo con el que toca tierra. Quería
decir: No creo que exista absolutamente nada mejor que el tacto de sus pies
fríos en invierno.
Podría componer la partitura de su risa, medir la
luminosidad que desprende cuando te mira o incluso calcular la frecuencia con
la que toma y expulsa el aire.
Eso de lo fácil que resulta perderse en el laberinto de sus
besos.
Pero yo,
solo sé
escribir historias tristes.