Es
domingo noche.
Otro
domingo más, que en los cinco últimos años, sabe demasiado a despedida.
Leí
que todas las historias empiezan con alguien marchándose a otro lugar y yo,
hace tiempo que sólo quiero irme lejos, si es de tu mano. Es la noche más
oscura de la semana y viene acompañada de la nostalgia de noviembre. Aunque no
hace frio, es la voracidad del vacío la que me hace temblar ésta noche. Como si
no entendiera que caminar de espaldas supone más choques y golpes de los que
dejan cicatriz, pero no puedo avanzar sin dejar de mirarte a los ojos. Es domingo
y vuelvo a tener miedo, y esto es, lo más sincero que voy a escribirte ésta
noche. Créeme si te digo que pasamos una media de 108 horas separados a la
semana. Perdón por el dato, pero ya sabes lo que me gustan los números para
justificar todo lo que no llego a entender. Estos años he ido acumulando
fantasmas y monstruos bajo la cama, como se acumulan las palabras, hasta el
punto de ahogarte al no poder tragártelas. Es la sensación de lejanía la que se
apodera de todo. Quiero decir, mi incapacidad por estar a tu lado en cinco
minutos por si todo se emborrona o tienes que quemar alguna duda. Otra vez el
miedo a que, cuando sea viernes, algo en ti haya cambiado, o peor, que sea yo
el que vuelva distinto. Ansiedad porque quiera abrazarte mañana y tenga que
esperar cinco días para volver a respirarte. O la necesidad de escucharte reír
y no poder hacerte cosquillas y tener que hacer un poco el idiota por teléfono
para conseguirlo. Ya lo sabes, es todo éste huracán de pesadillas sin ti.
Y
lo peor del lunes será el sabor que deja la resaca de domingo, otra vez más.
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